Los cambios significativos de la vida siempre vienen con una antesala, los presagios. Ellos son mensajeros de D-os, el destino, para anunciar que algo va a pasar. Llegan primero al subconsciente y empiezan a jugar con tus pensamientos como un niño travieso. Las sensaciones y percepciones se transforman de adentro hacia afuera.
Mi primer mensajero fue la gran mariposa negra, feísima, que fue mi inquilina durante unas cuantas semanas previas al diagnóstico. Su sola presencia era escalofriante. Culturalmente entendemos a esas criaturas como emisarias de la muerte, la tragedia o el mal. A nadie le gusta ver esas enormes alas negras, con ojos maliciosos, penetrantes; estas de las que se despliegan de largo a largo en una pared o dintel de la casa.
A mí no me gustaba.
Me esforcé en sacarla, pero ella, insistente, volvía. Parecía una mascota no deseada, a cuya presencia no quise acostumbrarme. Así pasaron los días con mi compañera alada, hasta que en un instante de esos que llegan sin impaciencia, el horrible animal emprendió vuelo y desapareció por la ventana. Ese fue el primer mensaje del destino.
Mientras tanto yo seguía mi guion de existencia bien escrito, línea por línea, sin perderle el ritmo.
Entre tantos compromisos que sorteaba a diario en aquel momento, esperaba con ansias uno en especial: la boda de unos amigos muy queridos. Cuando por fin llegó ese fin de semana, todo inició con buen pie, en apariencia. Todo marchaba de maravilla.
Justo en medio de los preparativos para asistir al evento, empecé a lidiar con los otros mensajeros, los del cuerpo, los síntomas. Sin embargo, esos malestares podían ser cualquier cosa y no les iba a dar mayor importancia. No iban a arruinar mi noche.
La boda fue maravillosa, disfrutamos muchísimo y yo me olvidé de tantas cosas que me cargaban, desde la mariposa, hasta los malestares.
Esa noche, en la habitación del hotel donde habia sido la recepción, embebida en la vanidad de mi apariencia y como un hábito que ya era frecuente, me tomé una selfie. Cuando revisé la imagen para ver cómo había quedado, mi corazón se detuvo, quedó helado ante lo que vi.
Era el segundo mensaje y yo no lo sabía.
Ante mis ojos, en esa pequeña pantalla de mi teléfono celular, estaba un cuerpo sin alma. Era yo, pero me veía muerta. Fue aterrador. «¿Qué es esto?», pensé, sabía que algo en esa imagen estaba mal; eso alteró toda mi alma.
La veía y la veía y no me explicaba cómo podía seguir viendo a una Josemith muerta en una foto que me acababa de tomar. El rostro pálido, sin brillo, los ojos sin luz, era la foto de un cadáver. Pero esa era yo.
Entonces me senté en la cama, vi la imagen e inconscientemente invoqué al destino travieso para que jugara conmigo. Decidí que bien o mal, por más horrorosa que se viera, esa foto iba para mi perfil de Instagram.
—Bueno, la voy a subir —dije resuelta—. Si el destino me está diciendo algo para que mi vida cambie, estoy dispuesta a escuchar. Que pase lo que tenga que pasar.
Esas palabras fueron el sello, el pacto que me empujó a un agujero que me llevó a un lugar tan escalofriante y maravilloso como el País de las Maravillas de Alicia. El reloj estaba corriendo en el cielo y en mi cuerpo. El gran e inexorable giro dramático estaba por llegar, ese primer quiebre que daría inicio al primer acto de mi transformación.
De hecho, no venía… Allí estaba, creciendo y multiplicándose dentro de mí.
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